A Bárbara J. y a Bruno Hernández los unió la soledad y la enfermedad mental. Ella, polaca de 40 años, curtida por la vida y delicada como una niña. Él, de 33, sin atractivo aparente y esquizofrénico paranoide, espera estos días el veredicto por matar, descuartizar y hacer desaparecer los cadáveres de su tía y su inquilina. Se enfrenta a casi 30 años de prisión después de que la fiscal cambiara el viernes su criterio y considerara que la enfermedad del acusado no le impidió intentar «eludir su responsabilidad» y llevar a cabo «actos organizados, complejos y elaborados». Bárbara accede a esta entrevista con ABC (más de tres horas delante de un café) solo para pedir que Bruno, el padre de su hija, ingrese en un centro psiquiátrico -donde intenten curarlo- y no en la cárcel. «Le he preguntado muchas veces si las mató, siempre lo niega y me dice que ojalá aparezcan vivas», nos cuenta. «¿Le crees?». «Yo creo que pudo pasar lo que dicen que pasó porque su cabeza está en otro mundo; él vive en otro mundo». Bárbara es la persona que mejor conoce a ese hombre que se despidió del Tribunal mencionando una ristra de políticos en cuyo nombre aparece la sílaba «ER» (Berlusconi, Merkel, Zapatero…), una «hermandad» a la que dice pertenecer, y que sostiene que los chinos nos envenenan o llama a su pareja Verónica en lugar de Bárbara porque su nombre real no cabe en su universo de monosílabas. Amistad en el psiquiátrico Se conocieron en el ala psiquiátrica del hospital de Móstoles en mayo de 2014. Bárbara padecía una depresión severa que la «desconectó» de su vida, según sus propias palabras, y la arrastó a la cama, a alimentarse de cigarrillos, pastillas y acuarius y a dejar su bella anatomía en 43 kg. Su psiquiatra le sugirió que en el hospital sus colegas podían ayudarla y ella accedió. Allí llevaba dos meses ingresado Bruno. «Todo el mundo le rechazaba y yo me quedaba a hablar con él. Si me firmas un contrato, te mantengo 300 años con vida, Verónica, me decía. Como tenía tantas obsesiones con la er, con la hermandad, con las guerras a veces le pedía que me dejara en paz, me cansaba. Entonces él levantaba la mano, se marchaba y prometía:volveré. Me hacía mucha gracia, me hacía reír». Bárbara salió con un diagnóstico y un tratamiento y no se volvieron a ver hasta octubre. Él le mandó un mensaje diciéndole que se iba a Canadá a hacer negocios. Otra de sus fabulaciones. «Quedamos en una tienda de ropa de Móstoles, entró y a gritos dijo que ahí se vestía Antonio Banderas. Me hacía pasar vergüenza con esas cosas o lo de caminar de puntillas por la calle, pero yo creía que podía ayudarle». La mujer convivió con él en total cuatro meses, a medio camino entre el piso que Bruno compartía con su padre en Móstoles y el chalé de Majadahonda, que era de su tía Liria, a la que mató para quedarse con esa casa y de la que falsificó un contrato y una firma, según los investigadores. En ese tiempo, ella misma provocó un episodio para que lo internaran. Bárbara describe con descarnamiento los episodios de la esquizofrenia galopando por el cerebro de Bruno, los días y noches que pasaba conectado a Internet obsesionándose con algo nuevo. «Un día era el avatar humano que iba a crear Rusia, otro las matanzas de cristianos. Me decía quítate esa cruz del cuello que por esa religión te van a matar». Llora varias veces durante nuestra charla. A veces de dolor, otras de pena, otras de rabia. Por él, por ella, por su hija, por las víctimas. Ese octubre de 2014 conoció a Adriana, la inquilina de Bruno. «Ella viajaba, leía, reía. Adriana era la vida, era alegría. No puedo pensar si yo hubiera estado allí porque la culpa me mataría». Solo su apellido Es una mujer herida, pero con una determinación infinita. Según los hechos enjuiciados, la noche del 30 de marzo al 1 de abril de 2015 Bruno Hernández mató a Adriana, su inquilina, la descuartizó y usó una picadora para deshacerse del cuerpo. Luego fingió que seguía viva, con una carta a su trabajo en un burguer, mensajes de teléfono e incluso un viaje. Bárbara durante esos días había vuelto a su piso. Apenas le vio, pero no notó nada extraño. En esa semana antes de que le detuvieran, Bruno la dejó embarazada. Cuando ella se enteró de que esperaba un bebé, su pareja ya estaba en prisión. «Me quedé sola de nuevo. Mis amigos me dijeron que abortara. Como no lo hice, dejaron de serlo». Su niña, una belleza de ojos azules, nació el 2 de enero de 2016. Solo lleva su apellido. Bárbara sigue visitando a Bruno en prisión y él la llama cada día. Le escribe cartas repletas de amor y locura a partes iguales, indescifrables, traspasadas por la enfermedad que no aquila la inteligencia. Le pregunto por qué le espera. «Él me salvó la vida (tuvo un intento de suicidio) y luego me la destrozó. Si estamos esperándolo, quizá pueda curarse».
Via: «Le he preguntado mil veces si las mató, él lo niega y dice que ojalá aparezcan vivas»

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