Los saudíes aman la tecnología punta occidental, y –tanto ellas como ellos– los perfumes caros. Su joven Príncipe Heredero, Mohamed bin Salman, que pronto ocupará el trono de su padre, les ha prometido además reformas y un futuro económico prometedor a partir del 2030. Como adelanto, la Corona saudí acaba de anunciar que las mujeres podrán conducir en el reino desde junio del año que viene. Una noticia que ha llenado de júbilo a las saudíes y a las compañías de automóviles, que ven desaparecer uno de los más publicitados anacronismos de la superpotencia petrolera. Pese a la reforma, el Estado nacional creado por el fundador de la dinastía, el Rey Abdulaziz Al Saud, mantiene casi intacta una atmósfera legal y social propia del Medievo. Sus defensores aluden a la peculiar situación del país, guardián de los lugares sagrados de Meca y Medina y anfitrión de los 1.300 millones de árabes obligados a visitarlos al menos una vez en la vida. Lo definitivo, no obstante, para entender la burbuja saudí es el pacto entre la Monarquía absoluta y la secta de los wahabíes, una corriente radical suní que impone a todos los súbditos la «pureza» y la radicalidad de vida de los primeros siglos del islam. El acuerdo no escrito entre los llamados 7.000 Príncipes de la Casa Real saudí y el estamento religioso wahabí explica el extraño equilibrio entre islamismo radical y modernidad. Cuando el fundador de la dinastía Saud quiso introducir la radio en la península arábiga, a finales de los años treinta del siglo pasado, convocó a los ulemas a Palacio con una argucia. El monarca quería que escucharan una retransmisión de la llamada a la oración para que aceptaran así, sin pestañear, la difusión de transistores entre el pueblo. Uno de los pilares del esquema social wahabí es el modelo patriarcal, en el que se combinan la cultura nómada y el Corán. La mujer sometida al hombre, en el ámbito de los lazos de sangre. Policía religiosa La discriminación femenina es mucho más aguda en Arabia Saudí que en el resto del mundo árabe. Las saudíes deben ir vestidas de la cabeza a los pies con la túnica negra, la «abaya», o cubrir su cabello si son extranjeras. No pueden salir solas a la calle sin permiso del varón –ni siquiera para ir al médico–, ni viajar al extranjero o abrir una cuenta bancaria si el marido o el guardián legal no se lo autoriza. La doctrina común wahabí considera que la libertad de movimiento hace a las mujeres «vulnerables al pecado». Esa fue la razón de fondo para imponer hasta ahora a la Corona la prohibición del carné de conducir femenino. Para garantizar la estricta separación de sexos, Arabia Saudí mantiene un complicado sistema que afecta a los transportes, a la sanidad, a los edificios públicos –que tienen entradas diferenciadas para hombres y mujeres– y al presupuesto de la seguridad. El Estado mantiene una Policía religiosa, la «mutawa», un cuerpo de celotes funcionarios que esgrimen en una mano el Corán y en otra a veces el látigo de camellero, para obligar a los reticentes a dirigirse a la mezquita en las llamadas a la oración, o para evitar el contacto entre las pandillas de chicos y chicas. Arabia Saudí critica el hedonismo imperante en la publicidad de Occidente, pero su obsesión por la vigilancia sexual tiene también un ramalazo compulsivo. Biblias no Cinco veces al día suena en los minaretes y altavoces del reino la llamada a la oración. Y otras tantas debe paralizarse la actividad pública para las preces rituales. Los trabajadores extranjeros –unos 9 millones, junto a los 23 millones de ciudadanos saudíes– deben suspender también la actividad durante esos minutos. La situación de los llamados «expatriados», originarios en su mayor parte de Filipinas, la India y Sri Lanka, mantiene vestigios medievales. Son el auténtico pulmón de Arabia Saudí porque suman hasta el 90 por ciento de la fuerza laboral de las empresas privadas; los saudíes son en su mayoría funcionarios, o desempleados que viven de los subsidios del reino petrolero. Pese a ello, los expatriados se ven sometidos a una doble presión: la amenaza del gobierno, que pretende devolverles a sus países de origen para ceder sus puestos a nacionales (que los empresarios saudíes no quieren, entre otras cosas porque deberían subir sus sueldos); y, por otro lado, el régimen de semiesclavitud al que les someten los patronos. El extranjero no puede cambiar de trabajo en Arabia Saudí sin permiso de su primer patrón –que retiene además su pasaporte, por lo que tampoco puede irse–, y muchas veces el empresario saudí exige altas cantidades de dinero para permitirle cambiar de trabajo. No hay libertad de culto, y cualquier ejemplar de la Biblia –o una mera reunión de empleadas domésticas filipinas para rezar– da ocasión para la deportación inmediata si la Policía recibe el chivatazo. Centenares de miles de trabajadores católicos asiáticos no pueden ir a misa ni recibir los sacramentos, porque, a diferencia del resto de países del Golfo, Arabia Saudí no permite la construcción de ninguna iglesia en su territorio. La blasfemia, la práctica homosexual y la apostasía están castigados con la muerte. La decapitación en plaza pública se suele reservar para los traficantes de droga, asesinos y culpables de robo a mano armada. Según Amnistía Internacional, el año pasado se llevaron a cabo en Arabia Saudí 153 ejecuciones, una cifra que se mantiene casi estable desde hace años.
Via: Maquillaje en el sistema feudal saudí
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