La rebelión separatista es una obra de ingeniería social del poder nacionalista, no surgió en origen de ningún anhelo clamoroso de la sociedad catalana. En 2010, Artur Mas reclamó al Gobierno un pacto fiscal a la carta, que privilegiase a Cataluña respecto al resto de las comunidades, liquidando así la solidaridad interterritorial y acabando en la práctica con la igualdad de derechos de los españoles. El Ejecutivo no tuvo otra opción que rechazarlo. Mas, que nunca se había declarado separatista, viró al “soberanismo”. Aprovechando el malestar de la crisis, y para enmascarar su pésima gestión al frente de una Generalitat quebrada, se parapetó tras la bandera secesionista. De manera unilateral activó el mayor problema que hoy afronta España, el único que amenaza su existencia. Ningún Estado democrático del nivel del nuestro ha tolerado ni toleraría una insumisión así. La sublevación contra el Estado del Parlamento de Cataluña y la Generalitat es insólita y aberrante en el ámbito occidental. Los casos de Quebec y Escocia, tantas veces invocados por los separatistas, fueron radicalmente distintos, pues se llevaron a cabo respetando escrupulosamente las legalidades canadiense y británica (y en ambas ocasiones el independentismo acabó derrotado). Los golpistas quieren derogar la legalidad española para imponer una nueva y autoritaria en nombre de un imaginario deseo del pueblo catalán, que en su mayoría rechaza esa ruptura. El único “diálogo” que admiten es que se acepte romper España en los términos que ellos han establecido. Hace siete años, cuando arrancó el envite, costaba creer que llegaría tan lejos. Los propios dirigentes del PP en Cataluña hablan hoy de “golpe de Estado”. Es cierto que el Gobierno de Rajoy no ha hecho concesiones al nacionalismo en materias que afecten al modelo de Estado. También es verdad que ha ido denunciando sus desafueros ante el TC. Pero si hubiese que hacer un balance, está claro que la causa separatista ha avanzado notablemente. Han dado pasos para armar su república. Han llevado la iniciativa frente a un Estado siempre a rebufo, que intenta reconducir tardíamente hechos consumados. El Gobierno carece de un discurso estimulante en defensa del valor de España. La propaganda y acoso social de un nacionalismo xenófobo ha dividido de manera crítica a los catalanes. Ha provocado incluso que ser catalán y sentirse español tenga un peaje en la vida práctica. A comienzos de este año, el Gobierno todavía lanzó una naif “Operación Diálogo”. El fruto de aquel absurdo intento está ahí: dentro de exactamente un mes los sediciosos convocarán su referéndum ilegal, su espoleta para intentar diezmar nuestro país y hundir a Cataluña en la pobreza, el aislamiento y el totalitarismo. La mayoría de los españoles se sienten indefensos y enojados, no entienden a qué espera el Gobierno para actuar. Los ciudadanos, incluidos millones de catalanes que se sienten españoles, contemplan con perplejidad y desasosiego la impunidad con que avanza el separatismo. Con una Generalitat rescatada por el Estado, los impuestos de todos sufragan el proyecto de propaganda y diplomacia rupturista. Han querido humillar al Rey, el jefe del Estado, en Barcelona en una marcha por las víctimas y contra el terrorismo; una más de las ofensas diarias contra España y los españoles. Las leyes de sesgo dictatorial para construir el Estado catalán han sido expuestas, por lo que estamos cuanto menos ante un delito en grado de tentativa. En una situación de tal gravedad no basta con que el Gobierno afirme que todo está controlado, que las carencias logísticas les impedirán celebrar una consulta. Urge actuar, activar todos los mecanismos de que dispone un gran país para defenderse, incluido, por supuesto, el artículo 155 de la Constitución. Es cierto que la deriva del PSOE de Sánchez dificulta la respuesta. En esta hora difícil en lugar de hacer piña contra el golpe se dedica a repartir culpas entre el Gobierno y los sediciosos y a barajar conceptos tan lesivos y disparatados como el de “nación de naciones”. Pero aun así, el Ejecutivo dispone de sobrados mecanismos legales –la mayoría en el Senado del PP es clave– y discursivos como para frenar este insólito desorden, cuyas primeras víctimas son los propios catalanes. Desde ABC abogamos por que se actúe sin más demora para atajar la sublevación. Un Estado no puede renunciar a la más elemental de sus funciones: hacer cumplir la ley y defender los derechos y libertades de sus ciudadanos. Si lo hace, pronto dejará de ser tal Estado.
Via: Editorial: es hora de atajar la secesión
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