Tengo 63 años, soy médico y trabajo en un municipio del suroccidente asturiano, en plena cordillera cantábrica, rodeado de montañas. Un lugar maravilloso para vivir en plena naturaleza, envuelto en robles y brezos, en donde los seres humanos cada vez son más escasos y los osos más abundantes. Como en la mayoría de la España rural los jóvenes se van buscando otro tipo de vida, dicen ellos que “mejor”, sin embargo las personas mayores prefieren quedarse, pues creen que no serían capaces de “vivir en otras zonas”. Todos los días, camino del trabajo, los veía caminado por los paseos próximos a los pueblos del municipio, haciendo ejercicio y respirando posiblemente el aire más puro de España. A pesar de haber tenido una vida dura (esta fue una zona minera) y pelear con los achaques propios del envejecimiento, aprecian y cuidan la salud que aún les queda. Ahora, sin embargo, los caminos están vacíos y no veo a casi nadie por las calles. En este municipio solo se diagnosticaron dos casos de coronavirus, pero la psicosis generada por las noticias de los medios de comunicación y el estado de alarma decretado por el Gobierno de España mantienen confinada a la población en su domicilio desde hace más de cuarenta días. Yo mismo, cuando aparecieron los primeros casos y ante la incertidumbre que todos teníamos, lo rápido que se sucedían los acontecimientos y la falta de medios seguros para protegernos, decidí quedarme a vivir en el centro de salud para no contagiar a mis familiares. Durante quince días estuve durmiendo en la camilla donde exploro a los pacientes, cocinando lo que buenamente pude en un infiernillo, limpiando todo con lejía tras cada exploración. Aún tengo las fosas nasales y las manos quemadas de los desinfectantes. Hasta hace dos meses estaba convencido que habitaba en un país desarrollado, del “primer mundo”, pero según iban pasando los días, al observar que no éramos capaces de fabricar unas simples mascarillas de papel o geles hidroalcohólicos para las manos y que para todo dependíamos de China, como la mayor parte de los “países desarrollados”, desperté a la realidad de un mundo de “cartón-piedra” en el que las cosas parecen ser lo que no son. Un desconsuelo grande se apoderó de mí, como de la mayoría de los españoles, supongo. Pienso que las normas deben tener una lógica, están hechas para ser útiles a la sociedad y procurar más beneficio que perjuicio. En miles de pueblos de una España vacía, probablemente sin casos activos de coronavirus, se podría hacer vida casi normal, con unas mínimas precauciones. Cuando cada día me asomo a la ventana y veo las calles despejadas y también los caminos próximos al pueblo y las sendas trazadas en las montañas, en donde sería difícil cruzarse o coincidir con alguna otra persona, me cuesta comprender que la norma tenga la misma aplicación en una gran ciudad que en pequeños pueblos casi deshabitados, obligando a las personas a permanecer encerradas en sus domicilios sin poder hacer el ejercicio físico que habitualmente practicaban y todo ello sin una clara justificación, con más probabilidad de perjuicios que de beneficios. * Ismael Martínez García es médico y vive en Degaña, Asturias. Si tú también quieres compartir tu testimonio sobre cómo estás viviendo la situación provocada por el coronavirus puedes hacerlo escribiendo a testimonioscoronavirus@abc.es Debes indicarnos tu nombre completo, DNI y lugar de residencia. Seleccionaremos las historias más representativas para publicarlas en ABC.es
Via: Carta de un médico rural: «Me cuesta comprender que la norma tenga la misma aplicación en una gran ciudad y en pueblos casi deshabitados»
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