Fue Thomas Carlyle quien escribió que «la historia del mundo es la biografía de los grandes hombres». El pensador escocés, nacido en los estertores de la Revolución Francesa, no ocultaba su fascinación por personajes mesiánicos como Cromwell y Napoleón que creían que la sangre es la partera de la Historia. Estos líderes políticos dejaron una impronta en su época al igual que dirigentes como Hitler, Stalin, Roosevelt, Churchill, De Gaulle o Adenauer, sin cuya influencia no podemos comprender el siglo XX. Aplicando la lógica de Carlyle, tampoco podemos entender el tiempo reciente de nuestro país sin apelar a las biografías de los hombres que protagonizaron la Transición y la consolidación de la democracia. Merece la pena evocar quienes eran y qué hicieron y someterlos a una comparación con los actuales, aunque sólo sea para arrojar un poco de luz sobre el presente. Existe hoy un estado generalizado de opinión de que líderes como Adolfo Suárez, Felipe González, Manuel Fraga y Santiago Carrillo tenían una talla política e intelectual muy superior a la de los cuatro hombres que dirigen el PSOE, el PP, Ciudadanos y Podemos, en cuyas manos está la gobernabilidad de la nación. El brillo de un pasado que empieza a adquirir el rasgo de mito contrasta con el menosprecio y la desafección que siente un porcentaje muy considerable de los españoles sobre políticos como Pedro Sánchez, Pablo Casado, Albert Rivera y Pablo Iglesias, a los que se les reprocha falta del sentido del Estado e inexperiencia. Olvidamos que Adolfo Suárez, el arquitecto de la Transición, tenía solamente 44 años cuando fue elegido presidente del Gobierno para pilotar el cambio de régimen. Tanto el Rey como Torcuato Fernández Miranda vieron en su juventud una ventaja, dado que consideraban que además conocía los entresijos del régimen del yugo y las flechas y respondía al perfil para acometer las reformas que querían impulsar. Felipe González tenía solamente 32 años cuando fue elegido en 1974 secretario general del PSOE en Suresnes. Por el contrario, Fraga había sido ministro de Información y había cumplido ya los 52 años cuando murió Franco. Fue el dirigente cooptado por un grupo de prohombres y exministros para liderar Alianza Popular, la marca de la derecha durante la Transición y años posteriores. El mayor de todos ellos era Santiago Carrillo, nacido en 1915, que tenía 60 años cuando falleció el dictador. El líder comunista ya en 1934 era secretario de las Juventudes Sociales y fue condenado a una pena de cárcel por su apoyo a la sublevación en Asturias durante la República. Tras muchos años en el exilio en Moscú y París, Carillo era un político experimentado cuando volvió a España. Aunque parezca sorprendente, Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias eran mayores que González al dar el salto para liderar sus partidos. El actual presidente del Gobierno ha cumplido los 47 años, por lo que, cuando juró el cargo, tenía más edad que sus antecesores socialistas. Zapatero era también más joven porque llegó a La Moncloa con 44 años. Los políticos de la Transición, mejor preparados Iglesias tiene 40 años, Casado, 38 y Rivera se encuentra a punto de cumplir los 40. La edad no parece ser un motivo en su contra si la comparamos con la de Suárez y González cuando asumieron la presidencia del Gobierno. Lo que sucede es que existe un sesgo retrospectivo, siempre engañoso, que nos induce a creer que la generación de los políticos de la Transición era más madura y mejor preparada. No parece exagerado afirmar que hoy los españoles valoran mucho más a aquellos políticos de finales de la década de los 70 y de los años 80 que a los actuales, a los que se le reprocha su bisoñez, su baja formación intelectual y su inexperiencia en la gestión. Tampoco González la tenía cuando fue elegido por una aplastante mayoría absoluta para presidir el Gobierno en diciembre de 1982. Como la generación de los españoles que nació después de la muerte de Franco no es menos inteligente ni está menos preparada que la de sus padres, se podría formular la hipótesis de que los líderes de hoy son el fruto de un tiempo que les ha permitido crecer en una sociedad más prospera y democrática que la de los que vinieron al mundo en los años de posguerra. Napoleón nació de las cenizas de la Revolución Francesa, Bismarck alumbró la nueva Alemania, Churchill fue llamado para salvar a su país del nazismo, Adenauer reconstruyó una nación devastada. Fueron acontecimientos dramáticos los que contribuyeron a forjar su liderazgo. En este sentido, las figuras de Suárez, González, Carrillo y Fraga se han visto agrandadas por el éxito de la Transición, que posibilitó el milagro de un cambio pacífico de una dictadura a una democracia parlamentaria. Por el contrario, nos falta perspectiva para juzgar a los dirigentes actuales, que afortunadamente no tienen que afrontar los dramáticos retos de la España de 1975. Sánchez, Rivera, Iglesias y Casado están sometidos a fuertes críticas, que se han agudizado por su incapacidad para llegar a acuerdos tras las pasadas elecciones de abril. Pero se ignoran las durísimas descalificaciones que sufrió Suárez, al que Alfonso Guerra llamó «tahúr del Mississipi». La derecha nostálgica le abucheaba y le insultaba cuando iba a los funerales de las víctimas de ETA. Y también se empiezan a olvidar los escándalos y la corrupción que restaron credibilidad a González, que nos parece hoy un ejemplo de estadista. Fraga fue visto en esos años como un dirigente que quería perpetuar el franquismo, mientras que a Carrillo se le acusaba de ser responsable de los crímenes de Paracuellos y de un turbio pasado estalinista, a la sombra de La Pasionaria en Moscú. Reinventar el discurso de la izquierda Sin embargo, el transcurso del tiempo ha agigantado la percepción que tenemos de estos cuatro protagonistas de la Transición, que, con sus aciertos y errores, supieron comprender la necesidad de una reconciliación nacional por encima de los intereses de partido. Ahí está el gesto de Carrillo de…
Via: Cuando el pasado se convierte en un mito

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