Para contar la historia de una reconciliación a menudo hay que empezar por un reencuentro. La que nos ocupa comenzó el 6 de febrero de 1860, cuando las tropas capitaneadas por el general Leopoldo O’Donnell, uno de nuestros «espadones» del siglo XIX, entraron exultantes en la ciudad de Tetúan, donde los marroquíes habían arriado su bandera tras una dura batalla. En el interior de sus calles de «blancura deslumbrante» explotaban gritos de júbilo, dichos en un castellano «enteramente distinto del de todas nuestras provincias»: «¡Bienvenidos! ¡Viva la Reina de España! ¡Vivan los señores!», recuerda el escritor Pedro Antonio de Alarcón en su «Diario de un testigo de la guerra de África». Los que así jaleaban a la soldadesca eran judíos sefardíes, descendientes de los judíos expulsados de España en 1492, después de que los Reyes Católicos les empujaran a marcharse con el Edicto de Granada, firmado en marzo de ese año. Cuatro siglos más tarde, los hijos de esa diáspora mantenían vivo el recuerdo de la patria perdida a través de un idioma, el judeoespañol. La llama de la memoria ardió con ímpetu a partir de entonces. En marzo de 1992, el Rey Don Juan Carlos pronunció un emotivo discurso en la sinagoga de Madrid. El por entonces presidente de Israel, Haim Herzog, afirmó que quedaba sellada «una reconciliación entre el pueblo judío y el español». En junio de 2015, una ley destinada a entregar la nacionalidad española a los descendientes de sefardíes que quisieran obtenerla culminó el proceso. La iniciativa, sin duda, ha sido exitosa: un total de 149.822 personas la han solicitado antes de que el plazo para su demanda finalizase el 30 de septiembre. «Los sefardíes fueron separados de manera injusta de España», denuncia al otro lado del teléfono Miguel de Lucas, el director del Centro Sefarad-Israel, que se muestra encantado con la buena respuesta hacia la ley. Con emoción, De Lucas recuerda la historia de la nonagenaria Annette Cabelli, una de las más duras que ha expuesto el proceso: «Annette era una niña de Salónica que fue llevada con su madre a Auschwitz. Allí fueron separadas y su madre murió. Siempre recuerda que ella le decía que, cuando tuvieran dinero, regresarían a España». Un futuro mejor El sentimiento de que la ley de 2015 ha saldado una deuda histórica se menciona a menudo, aunque en las demandas para lograr la nacionalidad las motivaciones emocionales y otras de raíz más práctica se confunden en los testimonios de sus protagonistas. El origen geográfico ofrece indicios sobre lo que les empuja a dar el paso. No está de más revisar los datos del Ministerio de Justicia para confirmar esa sospecha. Aunque se han recibido 149.822 demandas de nacionalidad, se poseen datos por país de 30.636 peticiones, las depositadas en la Dirección General de los Registros y del Notariado (DGRN), que son las que ya tienen acta notarial. Lo que muestran es que los países de Iberoamérica, con frecuencia los más castigados por el caos político, económico o de inseguridad, se han situado a la cabeza: México (8.128 solicitudes), Venezuela (7.549) y Colombia (3.367) lideran la lista. Argentina, en la quinta posición tras Israel, les sigue de cerca, con 2.007 demandas. Las cifras son provisionales, aunque son coherentes con las estimaciones publicadas esta semana en ABC. «Hay dos motivos principales para pedir la nacionalidad», explica Marcelo Benveniste (Buenos Aires, 1957), un judío sefardí de 60 años que se ha beneficiado de la ley, por teléfono. «Uno, que aquí hay una de las comunidades sefardíes más grandes del mundo. Otro, las distintas crisis que han pasado nuestros países, que hace que muchos jóvenes vean en la ley la apertura de las puertas de Europa. Hay factores sentimentales, emotivos, y de interés particular», razona. Es una opinión que también comparte un venezolano de 32 años que ha pedido mantener el anonimato, nacido en Caracas en 1987. El joven, que todavía está esperando que se confirme la concesión de la nacionalidad, admite que desea recibirla para «tener un pasaporte español, una oportunidad para crecer bien en otro país, donde te puedan recibir». Siguiendo la misma línea aunque con matices, Michael Black (Mánchester, 1959), un judío sefardí de 59 años, confiesa que el primer empujón para realizar su solicitud se lo dio el Brexit, proceso con el que está en completo desacuerdo, pero que, con el tiempo, la implicación sentimental de la petición se hizo más honda, reemplazando el impulso original, de corte pragmático. «Desde el momento en el que empecé el proceso, me involucré emocionalmente, y cada vez me interesé más por la historia de mi familia», cuenta al otro lado del auricular. Una investigación que cada descendiente de sefardíes ha llevado a cabo, con mayor o menor detalle y esfuerzo. «Para los solicitantes que ya no son judíos, es mucho más difícil, porque tienen que ir más atrás en el tiempo para ver quién es el antepasado sefardí», explica María Royo, portavoz de la Federación de Comunidades Judías de España, la organización que dispensa un certificado que prueba la ascendencia judía sefardí. Aunque entregarlo no es obligatorio, los notarios suelen considerarlo una muestra inequívoca de que la petición de nacionalidad es legítima. Las vías para obtenerla varían de dificultad. «Yo soy de ascendencia sefardí, mis cuatro abuelos vienen de la comunidad judía de la Isla de Rodas, que tiene su origen en los expulsados de España», explica Benveniste. A Black, sus pesquisas le llevaron a descubrir que procedía de judíos conversos que abandonaron Sevilla en 1692, huyendo del recrudecimiento de la actividad de la Inquisición durante esa época. Instalados en Ámsterdam para gozar de «libertad religiosa», sus antepasados se desplazaron finalmente a Londres a finales del siglo XVIII. Historias emotivas Las historias de Benveniste y Black encajan bien con el conocimiento histórico que se tiene de la diáspora de los judíos sefardíes. En su excelente obra «Los judíos de España» (Marcial Pons, 2005), el hispanista francés Joseph Pérez describe los dos principales destinos que escogieron los expulsados en 1492: por un lado,…
Via: España paga su deuda histórica con los sefardíes gracias a la ley para concederles la nacionalidad

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