“Se puede romper. Yo no garantizo nada”. Fue lo último que dijo el empleado de la funeraria que el jueves sacó el ataúd de Franco de su tumba en el Valle de los Caídos antes de entregárselo, a las 12.30, a sus familiares para que lo llevaran a hombros hasta el coche fúnebre. Temía que el féretro se resquebrajase durante el traslado, y pronunció esas palabras, resignado, después de presenciar el penúltimo pulso entre la familia del dictador y el Estado. Antes del jueves había hecho muchas operaciones aparentemente parecidas, y todas ellas se habían resuelto cambiando el ataúd defectuoso por otro nuevo. Pero el jueves todo era distinto: antes de ponerse delante de la tumba había tenido que firmar un contrato de confidencialidad; la funeraria, al igual que los marmolistas y miembros del Gobierno, habían recibido amenazas de muerte —por carta, con llamadas telefónicas, pintadas, correos electrónicos y en foros ultraderechistas—; esa mañana le observaba una ministra, una nieta del difunto no dejaba de maldecir a las autoridades, y el mundo entero estaba esperando, al menos los 18 países que enviaron periodistas para informar de su trabajo. Era el hombre que iba a desenterrar a Franco 44 años después.Seguir leyendo.
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