-Creo que mi mujer ha dejado de quererme -piensa Barclays. Años atrás, en Barcelona, cuando ella soñaba con ser una escritora maldita, Barclays se la presentó a su agente literaria, una mítica señora catalana: -Te presento a Silvana, mi mujer. -No es tu mujer -lo corrigió la agente-. Es Silvana. No es tu mujer ni la mujer de nadie. Aunque ya llevaban unos años casados, Barclays recién comprendió aquella tarde, en ese despacho de la avenida Diagonal, mirando de soslayo la sonrisa aprobatoria de Silvana al comentario de la agente literaria, que ella, su esposa, no sería nunca su mujer, ni la mujer de nadie. Se querían, sin embargo, y ahora él ya no está tan seguro de eso. Haciendo el amor, Barclays la ha sentido ausente, distraída. Le ha preguntado en qué piensa, en quién piensa. Ella ha hecho un levísimo gesto de disgusto y no ha respondido. Enseguida le ha pedido que se retire, que deje de invadirla, que la deje terminar sola. Con los ojos cerrados, Silvana se ha entregado a la íntima y delicada transgresión de maliciar otro cuerpo, otros cuerpos, sin siquiera nombrarlos, mientras él sentía que la perdía en cada jadeo, cada temblor. Antes de ese desencuentro erótico, habían discutido con desusada aspereza. Barclays llevaba días notando que ella estaba irritada o impaciente o ambas cosas. No sabía a qué atribuir esos humores malhadados, pero sentía el viento en contra. Silvana no ve el programa de televisión que él presenta cada noche. Odia verlo. Odia ver a Barclays hablando a gritos, atropelladamente, como un poseso o un predicador, como un iluminado o un charlatán, de espesos asuntos políticos. Silvana odia la política. Dice que es un veneno que intoxica a la gente, que saca lo peor de la gente. No tolera ver a su marido en televisión hablando de política como si fuese el fin de los tiempos. Tampoco tolera que su esposo le hable de política en la casa. Lo manda a callar enseguida, sin miramientos. Sin embargo, fue Silvana quien, mientras cenaban algo ligero a medianoche, le increpó: -Mis amigas chilenas están furiosas contigo. Te están odiando. Barclays pensó decirle «tus amigas chilenas son mis amigas chilenas que yo te presenté, incluyendo a mi examante chilena que yo te presenté», pero no se lo dijo, prefirió escuchar la acusación contra él: -Dicen que estás mal informado, que estás diciendo barbaridades en televisión, que estás haciendo el ridículo. Dolido, aunque tratando de disimularlo, Barclays preguntó cuáles eran las barbaridades que había dicho en televisión. -Yo no te he visto, solo te cuento lo que me dicen mis amigas -precisó Silvana: como si fuera necesario, pensó Barclays, ya sé que no me ves, no tenías que aclarármelo-. Dicen que solo pasas videos de los manifestantes más violentos. Dicen que los violentos son un grupo muy chiquito, una minoría. Dicen que la mayoría se ha manifestado pacíficamente y que tú no reconoces eso. Dicen que insultas a todos los manifestantes, que les dices bárbaros, salvajes, matones. -¿Tú has visto las imágenes que he pasado en el programa? ¡Claro que son unos salvajes! -¡Pero no has pasado un solo video de las barbaridades que han hecho los policías! ¡Mis amigas me dicen que la policía ha hecho cosas horribles! ¡Un montón de chicas han quedado ciegas! ¡Y de eso no dices nada! Luego Silvana busca unos videos en su celular y se los muestra, indignada, a Barclays. Todos registran asperezas, forcejeos, refriegas, escaramuzas entre la policía y unos jóvenes enmascarados. En un video un gendarme golpea a un muchacho en las piernas. En otro video un carabinero derriba al suelo a un joven. En otro una chica cuenta, con el ojo vendado, que le dispararon una bala de goma y le reventaron el ojo. -Mándame los videos -dice Barclays-. Los pasaré en el programa. Silvana lo mira, entre ofuscada y desdeñosa, y comenta, como hablando consigo misma: -Has terminado pareciéndote a tu padre, qué horror. El padre de Barclays, ya muerto, era admirador de Pinochet. El abuelo de Barclays, ya muerto, también era admirador de Pinochet. -Deberías defender a los jóvenes chilenos -dice ella-. Pero defiendes a los militares. Pides que la represión sea más fuerte. Me das vergüenza. Silvana se marcha contrariada a su habitación. -Mi mujer se ha vuelto izquierdista -piensa Barclays-. Dice que no le importa la política, pero ahora me hace críticas políticas. No ve mi programa, pero critica lo que digo en el programa. Al día siguiente, Silvana descubre que Barclays está dándole chocolate al perro. -¡Irresponsable! -le grita-. ¡Vas a matarlo! ¡Te he dicho mil veces que no le des chocolate! Barclays se sorprende de que su esposa le grite con tan manifiesta hostilidad, que lo mire con tan poco aprecio. -Ya no me quiere -piensa-. Cualquier pequeño detalle enciende su ira y la predispone contra mí. Antes se hubiera reído, ahora me detesta. -Pensé que me querías porque soy un irresponsable -se defiende tibiamente él-. Pensé que nos enamoramos porque somos dos irresponsables. Luego trata de cortar un pedazo de chocolate, apenas una pizca, pero ella, en un gesto desafiante de autoridad, extiende su mano entre el cuchillo y el chocolate, retira bruscamente el chocolate de la mesa y él, sin querer, la corta levemente en un dedo, haciéndole un mínimo rasguño. -¡Me has cortado! -grita ella, furiosa, mirándolo con una llamarada de odio-. ¡Me has cortado para darle chocolate al perro! Se marcha raudamente de la cocina, llorando de rabia. -Si pudiera, Silvana me clavaría este cuchillo en el pecho, me mataría aquí mismo -piensa Barclays, asustado de sentir que su esposa ahora lo odia como nunca lo había odiado. Llega el fin de semana y salen a cenar al restaurante de todos los sábados: la misma mesa, los mismos camareros, los mismos platos, el mismo vino para ella, la misma limonada para él. Lo que era una rutina predecible y feliz ahora está bajo la sospecha de ser una ceremonia tediosa, insoportablemente aburrida para Silvana, que mira…
Via: Arañas que salen de la boca
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