Podía ser su gran noche, que diría Raphael, y vaya si lo fue. Eso sí, misterios los justos: jugando en casa, con las entradas agotadas desde hace meses y el impacto de su baño de masas en el Primavera Sound aún reciente, a Rosalía Vila le bastó con disfrazarse de la Rosalía superestrella, la de los Grammys, el dentado de oro macizo y los himnos transoceánicos, para convertir su regreso a Barcelona en un triunfo arrollador. Otro más. Noche grande, pues, para coronarse en un Palau Sant Jordi que parecía llevar media vida esperando a la de Sant Esteve Sesrovires (hoy repite, también con las entradas agotadas) y, en fin, noche de gala para demostrar que lo de la catalana, con sus idas y venidas de lo urbano a lo flamenco y el frenesí coreográfico, es el triunfo del pop como fenómeno transversal y unificador. Ahí estaban la pista y las gradas, repletas de críos, adolescentes y familias enteras, ilustrando con mucho más tino que cualquier análisis sesudo hasta qué punto lo de la catalana ha cuajado más allá de toda lógica. Así que en cuanto se apagaron las luces, la pantalla proyectó el nombre de Rosalía en toda las tipografías imaginables y El Guincho empezó a engrasar los engranajes rítmicos de «Pienso en tu mirá», lo más normal era que el Palau se viniese abajo. O arriba, que mucho hay que escalar para igualar el nivel de poderío que despliegan sobre el escenario Las Ocho Rosas, bailarinas que arropan a la cantante. Lo que ya no era tan normal es que una Rosalía pletórica acabase al borde de las lágrimas al ver tamaño despliegue de aplausos y griterío. «¡Dios mío, hay tanta gente. Está tan lleno!», dijo, emocionada, justo después de retorcer la electrónica oscura de «A palé» y meterse al público en el inexistente bolsillo de su body rojo pasión. Pasión por el flamenco El jaleo de palmas, duende y electrónica de «De madrugá» y «Que no salga la luna» y el terciopelo pop de «Barefoot In The Park», sin James Blake pero con todos los móviles activados en modo linterna, encauzaron el primer tramo de un concierto que, con la gira más rodada, dosifica mejor las escenas de baile y los momentos en los que Rosalía se queda a solas. Con «Maldición» llegó el cante más o menos puro («el flamenco es mi gran pasión, me gusta más que la pizza», dijo) y las reverencias a su maestro Chiqui de la Línea, presente en el Sant Jordi y a quien le dedicó una emotiva «Catalina» primero a capella y luego con robusta coraza rítmica. Exhibición de poderío vocal reforzada por «Aunque es de noche» y línea directa con Las Grecas para convertir «Te estoy amando locamente» en una ingeniosa conversación de Whatsapp. Sobre las tablas, el minimalismo hecho escenario: una tarima negra con leds en los frontales, tres gigantescas pantallas y una iluminación generosa en rojos, a juego con el vestuario. La Rosalía más juguetona y pop reapareció con «Milionària», pero con un disco como «El mal querer» pilotando la nave la noche volvía cada poco a los dominios de la electrónica oscura, con «Bagdad» tendiendo puentes con el R&B minimalista y «Brillo», su primera colaboración con J Balvin, fundiendo soul y reguetón. La catalana, queda claro, no se deja encasillar fácilmente, por lo que sus conciertos son un fiel reflejo de espíritu aventurero que lo mismo le lleva a centrifugar a Parrita que a deconstruir el baile en «Como Alí» y embarcarse por el caribe sintético de Ozuna en «Yo x Ti, Tu x Mi». A esas alturas el público estaba ya deshecho de placer y rendido a una Rosalía que, como dijo, andaba apurando el mejor año de su vida, por lo que solo tuvo que subir una marcha, cabalgar al galope «Con altura» y rematar la faena con «Aute Cuture» y, faltaría más, una «Malamente» de autoridad marcial. Juego, set y partido.
Via: Una Rosalía pletórica conquista a lo grande su primer Sant Jordi

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