El campo se vistió aquel día de un verde intenso; por los fuertes troncos de los árboles parecía subir, frenética, la savia y sobre ellos se alzaban decenas, cientos, miles de dientes de león, tan amarillos que cegaban la vista. El cielo azul, a veces gris por las cortas pero intensas tormentas, se alzaba sobre el terreno. La naturaleza se abría camino al paso del convoy. «Te juro que no he visto la primavera así en mi vida, está tan llena de vida… Y nosotros yendo a buscar a la muerte», lamentaba Rubén Serrano Somolinos, mando intermedio del Cuerpo de Bomberos de la Comunidad de Madrid con destino en el parque de Las Rozas. «La naturaleza sigue su curso, no entiende lo que nos pasa», le respondía Javier López, conductor del vehículo, en el que viajaba ABC, y que formaba parte del tren de salida para una operación encargada solo a este parque de bomberos y que, pese a que jamás pensaron que asumirían ellos, aceptaron sin dudar por su vocación de servicio: el traslado de cadáveres desde las residencias de mayores hasta las morgues. «No cabe decir que no, es nuestro trabajo; lo que más me gusta de él es salvar vidas, pero esto alguien tiene que hacerlo; nosotros estamos siempre dispuestos», asegura Ángel Sevillano, jefe del parque. De hecho, cuando se convocó a todos los miembros de la jefatura del Cuerpo de Bomberos a una reunión urgente por una situación «casi bélica» para una labor que iba a ser, en principio, voluntaria, se presentaron casi todos. «Conoces la situación que atraviesa el país y tienes que hacer algo, piden voluntarios y no me cabe otra cosa en la cabeza que ayudar», contó este bombero con 39 años de carrera, que confiesa no haber vivido nunca una situación similar. Algo en lo que coincidía Iñaki Jiménez, que relataba a ABC en el parque de bomberos, con la sudadera y los pantalones de trabajo, llenos de manchas blancas por la lejía, como todos los que hacen traslados: «Para vivir algo así, tienes que irte a los momentos de guerra que vivieron nuestros abuelos; la gran diferencia de lo que he hecho hasta ahora con esto es la magnitud», confesó. Mientras los ojos de Rubén se pegaban a la ventana para mirar lo más de cerca que podía el paisaje, López guardaba la distancia con el coche de delante: la furgoneta de un rojo desgastado con ocho féretros dentro, conducida por David Jiménez y Vicente Palacios, de copiloto. A estas cuatro almas les tocaba el ingreso a la residencia Almenara, en Colmenar del Arroyo, al oeste de la comunidad para recoger un cadáver. Al mando, y en el coche que abría el camino de la operación, Ángel Sevillano junto al bombero José Carrillo Redondo. El furgón con los féretros El pueblo estaba paralizado. Como toda España. Un hostal cerrado a cal y canto junto a un bar con el plástico echado hablaban de un tiempo lejano. Sevillano bajó del coche, habló con alguien de la residencia y la verja mecánica se abrió lentamente. Salió una mujer con una mascarilla y, sin ninguna otra protección, les entregó a los bomberos una camilla. El grupo se bajó de los coches y abrieron de par en par el furgón con los féretros. Sacaron uno al exterior y lo abrieron. Una tela blanca inmaculada con volantes vestía el ataúd, que fue frenéticamente desinfectado con un enorme pulverizador a presión de color azul de 10 litros (una parte de lejía y nueve de agua). Con él y otros pulverizadores pequeños desinfectaron también los equipos de protección individual y las botas. «Esto mata al bicho en segundos, se usa la misma disolución para el cólera y el ébola», explicaba Carrillo. En la parte de atrás del tercer coche se abrió una especie de bandeja con todo el material: aparte de los EPI, guantes (tres por persona), mascarillas (dos persona) y gafas antisalpicaduras. El procedimiento era milimétrico. Todos los que iban a ingresar se vistieron controlados por sus compañeros y fueron rociados con lejía una y otra vez, casi de forma obsesiva. «Mínima exposición, máxima seguridad», explicaba Sevillano que recuerda en estos momentos uno de sus mensajes más repetidos a lo largo de sus casi cuatro décadas de carrera: «Los bomberos están siempre disponibles y orgullosos de servirles». Detrás del EPI y las gafas apenas se podía respirar, el calor del traje y el de la temperatura exterior apremiaban. Cuando todos estaban listos, subieron la camilla por una pasarela al vestíbulo principal de la residencia, coronada por una imagen del Cristo de Medinaceli. En la pared, la frase: «Las arrugas son las marcas de las sonrisas». Antes de entrar, otra vez lejía, esta vez en las suelas de los zapatos. El recorrido hacia la habitación era muy corto. Dos o tres cuartos casi vacíos a izquierda y derecha; de uno de ellos salió una abuela cogida del brazo de una mujer; en el pasillo principal, un joven africano miraba la entrada de los bomberos al tiempo que estiraba los brazos para ponerse desde la cabeza un EPI que parecía hecho con una bolsa de basura. Después de las pertinentes gestiones del jefe supervisor, Rubén fue el guía de esta patética procesión. Desinfectó todo lo que estaba a su paso: suelos, picaportes y una pequeña puerta de acceso a la habitación donde estaba el cadáver. En la puerta diminuta se apoyaba la mujer que había traído la camilla y a la que Rubén le pidió el paso para echarle lejía a todo lo que se encontraba por el camino. Cubierto con un sudario Al ingresar a la habitación se sintió detrás un fuerte portazo. Allí quedaron en soledad los bomberos y el cuerpo. Estaba cubierto con un sudario donde estaba escrito su nombre, descansando en una cama central. Había otras dos a su lado flanqueándola, vacías. En un costado del minúsculo cuarto había amontonadas unas diez sillas de ruedas. ¿Serían de otros fallecidos? Eran huellas, en cualquier caso, de…
Via: ABC acompaña al cuerpo de bomberos en el traslado de cadáveres de una residencia al Palacio del Hielo
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