George Orwell pone estas palabras en la boca de uno de los jefes de la Policía del Pensamiento: «Lo que hacemos es destruir las palabras porque es algo de una gran hermosura». En eso consiste el afán de cualquier régimen político que aspira a negar la libertad: en adulterar el lenguaje. Por eso el funcionario al servicio del Ministerio de la Verdad explica que «el poder consiste en hacer pedazos las mentes humanas y volver a unirlas en la nueva forma que elijas». En estos tiempos de reclusión en los que el CIS pregunta a los ciudadanos si hay que controlar las informaciones por parte de un organismo oficial que sería el encargado de establecer la verdad, parece pertinente recordar «1984», la novela de George Orwell, en la que el Gran Hermano permanece siempre vigilante. Nadie ni nada escapa a su mirada. La tentación de aprovechar una crisis, un conflicto o una guerra para limitar la libertad es tan vieja como el mundo. Viendo amenazados los privilegios de la aristocracia, ya el autócrata Pisístrato convirtió la democracia ateniense en una tiranía en el 561 antes de Jesucristo con el pretexto de una conspiración de sus enemigos. Desde Julio César a Napoleón, la tentación por el autoritarismo ha sido constante y permanente. En Roma no existían los periódicos, pero sí en la Francia de Bonaparte, que instauró un férreo sistema de censura para controlar la prensa con la ayuda de Fouché. El canciller Bismarck utilizó un método más sutil pero igualmente efectivo: dispuso un cuantioso fondo de reptiles para sobornar periodistas. Si el talante democrático de un político aflora en las peores circunstancias, ahí está el ejemplo de Winston Churchill, que, lejos de aprovechar la guerra para restar competencias al Parlamento, sometió a continuo examen sus decisiones e impulsó un Gobierno de coalición con los laboristas, liderados por Attlee. Cuando la Cámara fue bombardeada por la Luftwaffe, Churchill decidió reunir a los diputados en colegios, iglesias y otros edificios. La democracia salió fortalecida pese a que el líder británico perdió las elecciones nada más acabar la contienda. Por el contrario, lo primero que hizo Hitler tras ganar los comicios de 1933, fue aprobar una ley que le habilitaba para ejercer el poder sin controles, encarcelar a la oposición y eliminar cualquier crítica en el Reichstag, que, unas semanas más tarde, fue incendiado por un joven comunista llamado Marinus van der Lubbe, probablemente manipulado por Göring. Una de las primeras iniciativas del nuevo régimen fue la quema de libros de autores judíos como Freud, Marx, Husserl o Heine, organizadas en las calles alemanas por los dirigentes nazis. El nacionalsocialismo y el fascismo alimentaban el mismo odio a la libertad que el comunismo de Stalin, dos ideologías que eliminaron a los medios de comunicación críticos y que construyeron un inmenso aparato de propaganda. En una cita ya clásica, Goebbels sostuvo que cualquier mentira se convierte en verdad si es repetida cientos de veces. El ministro nazi fue el primero en tomar conciencia de la importancia de los avances tecnológicos con fines propagandísticos y, por ello, utilizó el cine y la radio como herramientas de adoctrinamiento de la opinión pública. Hitler fue el primero en las elecciones de 1932 en viajar en un avión privado para estar presente el mismo día en puntos alejados de la geografía alemana. Stalin impuso un férreo control a las publicaciones oficiales como el Pravda, que significa «verdad» en ruso. Vigilaba meticulosamente sus contenidos y sus editoriales eran dictados por él. No vaciló en destituir al intelectual e ideólogo comunista Nikolai Bujarin en 1929 porque quería eliminar a un rival político que actuaba con autonomía. Archipiélago Gulag Si Hitler encarceló y asesinó a cientos de intelectuales y disidentes políticos en sus primeros años de canciller, Stalin fue todavía más implacable con los escritores y artistas que cuestionaban los dogmas oficiales. Isaak Babel, Ósip Mandelstham, Mijail Bulgakov, Marina Tsvetayeva, Vasili Grossman, Alexander Solzhenitsyn y una larga lista de autores fueron prohibidos, enviados a Siberia o ejecutados durante el periodo estalinista y los años posteriores. El testimonio de Solzhenitsyn en «Archipielago Gulag» es impresionante porque relata los métodos del NKVD, la policía política, que detenía, juzgaba y dictaba severas penas por el mero hecho de tener un pariente sospechoso, haber realizado un comentario inconveniente o, simplemente, para aterrorizar a la población. En tiempos de Kruschev, el método cambió. La represión se hizo más selectiva: se encarcelaba a disidentes en hospitales psiquiátricos o se les expulsaba de su trabajo y de las instituciones académicas como se hizo con el físico Andrei Sajarov. A Grossman, Mijail Suslov, ideólogo del postestalinismo, le dijo que su novela «Vida y destino» tardaría cientos de años en ser publicada en la Unión Soviética. Y Boris Pasternak, que ganó el Nobel de Literatura en 1958, tuvo que humillarse públicamente y renunciar al galardón para salvar a su familia y su amante de la represión. «Doctor Zhivago» se publicó en Rusia en 1988, exactamente 28 años después de la muerte de Pasternak. Aunque muchos de sus compatriotas habían leído la novela en copias clandestinas y el propio Kruschev había reconocido que su prohibición fue un error, su autor sufrió una persecución política y una campaña de descrédito que aceleró su final. Los totalitarismos han sido enemigos de la libertad de prensa y de creación, que siempre han considerado incluso más peligrosa para su subsistencia que la oposición política, más fácilmente neutralizable. Y dentro de esta categoría podemos encuadrar al integrismo islámico, cuyos horrores hemos podido constatar a lo largo del siglo XXI con movimientos como los talibanes y el llamado Estado Islámico, que castigan con la muerte la libertad de expresión. Unos años antes, en 1988, el escritor de origen hindú Salman Rushdie publicó sus «Versos satánicos», lo que le valió la condena a muerte por parte del ayatolá Jomeini por el supuesto contenido blasfemo del libro. Jomeini dictó una fatwa que alentaba a cualquier creyente islámico a asesinar a Rushdie. El autor tuvo que ser ocultado y protegido…
Via: El Gran Hermano os vigila
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