Según mi definición favorita, el intelectual es aquel que adapta la realidad a sus prejuicios en vez de hacerlo al revés. Esto también vale para los grandes proyectos de ingeniería social que intervienen en el pálpito natural de la calle –suponiendo que éste exista– y se proponen imponer un canon general de conducta inspirado tan sólo por los prejuicios ideológicos de una minoría militante. El triunfo de estos proyectos distópicos se percibe cuando la presión es tal que la gente acata y se autocensura por pavor a ser pasada por la quilla, escarnio que en la actualidad tiene lugar principalmente en esos ámbitos cibernéticos donde los «paseados» al menos lo son sólo en efigie. Insisto en que esto constituye un gran avance respecto de la costumbre europea de la violencia literal en el siglo XX: a los que temen a tuiter querría haberlos visto en peligro de «checa». O de ETA. O de pistolerismo falangista. Las minorías militantes que disponen de un proyecto de redención de masas al que habrán de plegarse todos los demás no pueden permitirse exhibir dudas. No, porque viven en gran parte de la infalibilidad. Es decir, que en caso de error es la realidad la que debe rendirse a sus prejuicios, es la realidad la que está equivocada. En una dimensión autoparódica, como casi todo lo que ocurre en Podemos, esto ha quedado claro con el patinazo de Irene Montero y sus «portavozas», hermosísimo ejercicio involuntario de feminización de un sustantivo femenino. No era posible admitir el error, el lapsus, la cagada, porque un personaje de tanta altura jerárquica en el mesianismo podemita no comete errores, sino que es infalible. Y menos Montero, sentada a la derecha del padrecito. La reacción de Podemos ha consistido por tanto en declarar equivocada la realidad, en concreto, su emulsión gramatical: advertida Montero de que su palabro es incompatible con el diccionario, en respuesta ha dicho que el que está equivocado es el diccionario. Es más, para agregarle culpa, el diccionario ya ha sido declarado poco menos que un enemigo del pueblo –el «hostis publacae» romano que adaptaron jacobinos, nazis y comunistas–, un agente opresor del heteropatriarcado, un Palacio de Invierno de los muchos que aún quedan por violentar en nombre de la Gente verdadera. Tomarlo, es verdad, parece más divertido que sabérselo. Ando ahora preocupado por los académicos de la Española que, sólo porque pasaban por ahí cuando Montero hizo un ridículo que contra alguien había que expiar, ahora corren serio peligro de verse cercados por una turbamulta: «¡Rodea la RAE!». Como quiera, además, que la Academia no se caracteriza precisamente por su capacidad de resistencia a los errores y los antojos populares, creo que es cuestión de tiempo que se haga perdonar el machismo lingüístico que «invisibiliza» a media población admitiendo la entrada en el diccionario de «portavozas» y hasta de la propia Montero en un sillón. Arturo, a ti nos encomendamos.
Via: Rodea la RAE

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