Cuando el candidato del Movimiento 5 Estrellas (M5E), el joven Luigi di Maio, afirmó el pasado domingo que «la tercera república» comenzaba en Italia a partir de esa noche, quiso dar a entender muchas cosas. Los resultados de los comicios evidenciaron el descalabro de las formaciones que han regido la vida política de los italianos desde los años 90: Forza Italia (FI), el partido de Berlusconi, tuvo que conformarse con un 14% de los votos, mientras que el Partido Democrático (PD), liderado por Matteo Renzi, obtuvo un modesto 18,7%. Ante ellos, el M5E, el partido fundado por el cómico Beppe Grillo, se situó como el auténtico vencedor con el 32,7%. En su libro «Histoire de l’Italie contemporaine» (Fayard, 2009), el historiador Pierre Milza, fallecido hace unas semanas, dedica un capítulo a «El momento Berlusconi». En él describe cómo «Il Cavaliere» y su partido, Forza Italia, obtuvieron su poder; en la década de los 90, el país «fue sacudido por una crisis política que no tenía ningún equivalente en las otras democracias europeas. El conjunto del sistema político de las décadas precedentes vaciló». En concreto porque la Democracia Cristiana (DC), el Partido Comunista Italiano (PCI) y el Partido Socialista (PS), los tres pilares que sostuvieron a Italia tras la caída del fascismo, se vinieron abajo. El descalabro sirvió para que Silvio Berlusconi, un antiguo cantante de cruceros reconvertido en empresario de medios de comunicación, fuera nombrado primer ministro en mayo de 1994 e inaugurara un nuevo periodo que se bautizó como la «segunda república». Empezaron, así, los años de las fiesta «bunga-bunga» y de cierta decadencia ética y estética que novelas como «Que empiece la fiesta», de Niccoló Ammaniti, o películas como «La gran belleza», de Paolo Sorrentino, se esforzaron en retratar. Los mismos años que Luigi di Maio, del M5E, cree terminados. Un «rosario de plata» Humberto II juega con el Príncipe Kardam de Bulgaria en 1967 Si la «segunda república» fue la de Berlusconi, ¿cuál fue la primera? Para responder a esa pregunta hay que retroceder hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. En concreto, hasta junio de 1946, cuando Italia celebró una consulta para decidir si quería ser una monarquía o una república, siendo la última la opción que ganó. En su libro «Senior Service» (Anagrama, 2016), Carlo Feltrinelli cita el valioso testimonio de su abuela, que dejó escrito cómo vivió, junto a Humberto II, el día que se concieron los resultados: «Poco antes de la una sonó el teléfono que se encontraba a mi lado. De Gasperi había reunido urgentemente al Consejo de Ministros para proclamar de inmediato, sin esperar al 18 de junio, que era lo acordado, los resultados del Referéndum. La Monarquía había sido derrrotada (…) El Rey llevaba un traje oscuro, en la mirada de Bergamini se reflejaba el horror de lo que estábamos viviendo. Un milenio de Saboyas, iniciado con Umberto Biancamano, se cerraba con Humberto II por la maldita, corrupta y falaz política democristiana, que había demolido, arrogante e injustamente, a una Monarquía que había permanecido a lo largo de los siglos (…) De vez en cuando, el Rey separaba sus labios de un antiguo rosario de plata para beber un poco de champán». Alcide de Gasperi, el político líder de la Democracia Cristiana (DC) que despertaba las iras de la abuela de Carlo Feltrinelli, había fundado su partido, de forma clandestina, en 1942. Terminada la guerra, la formación, a la que un anticomunista como el periodista Indro Montanelli decía que había que votar «con la nariz tapada», se convirtió en la columna vertebral del país: de 1946 a 1981, todos los primeros ministros salieron de ella. Italia, sin embargo, fue una democracia atípica durante la Guerra Fría: aunque alineada con el bloque occidental, su Partido Comunista, el Partido Comunista Italiano (PCI), era el más importante a ese lado del telón de acero. Así las cosas, el duelo en las urnas entre la DC y el PCI atravesó toda la posguerra y alcanzó una tensión alarmante en 1976, cuando en las elecciones generales de junio de ese año los comunistas, que obtuvieron un 34,4% de los votos, estuvieron a punto de alcanzar a los democristianos, que sacaron el 38,7%. Con esos porcentajes tan ajustados, hubo que pensar soluciones; y la que se propuso, el «compromiso histórico», acabó en tragedia. El 16 de marzo de 1978, cuando el democristiano Aldo Moro se dirigía al Congreso para contemplar cómo se ponía en marcha el primer engranaje de esa estrategia, consistente en involucrar a los comunistas en el gobierno para suavizar su ideología, un comando de las Brigadas Rojas le secuestró. El ocaso El cuerpo de Moro fue abandonado en el maletero de un coche en Roma El «compromiso histórico» se saldó con el asesinato de Moro a manos del grupo terrorista de extrema izquierda, que veía con malos ojos el «aburguesamiento» del PCI —Ennio Flaiano, cachondo y certero, decía que él no era comunista porque no se lo podía permitir— y su flirteo con la DC. Los pormenores de ese magnicidio, que conmocionó a Italia, todavía son difíciles de dilucidar. Los episodios inexplicables —¿cómo fueron incapaces de encontrar a Moro, si pasó todo el secuestro en un piso de Roma? ¿de dónde sacó información sobre su posible paradero Romano Prodi, que para no revelar la fuente dijo que había obtenido los datos jugando a la «ouija»?— son numerosos. Leonardo Sciascia, novelista y político, escribió «El caso Aldo Moro» para intentar aclarar algo más el suceso. Quizá lo consiguió en su dimensión humana, en las partes dedicados a analizar las conversaciones telefónicas mantenidas por los terroristas en esas semanas de incertidumbre; un trabajo que le permitió comprender que en la violencia existe cierto absurdo, que no excusa, por supuesto, su uso. Por ejemplo, Sciascia contaba cómo el 9 de mayo, después de haber tiroteado a su víctima, uno de los terroristas llamó a un amigo de la familia para comunicarle la muerte de Moro. Empleaba la fórmula de respeto «onorevole», «honorable», dedicada a los…
Via: ¿Se ha terminado la era Berlusconi y ha nacido otra república en Italia?
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