En los últimos años setenta, nada nos regocijaba más a los doctorandos en física nuclear de Oxford que compartir el té de la tarde con los popes de la física teórica que visitaban la cafetería del laboratorio de vez en cuando. Los de Cambridge, cuyo rey era el antipático Dirac, eran el blanco preferido de nuestras chanzas. Una tarde nos dijeron que andaba por allí Hawking, el de los agujeros negros. Cuando apareció quedamos sobrecogidos: venía en postura incierta sobre una silla de ruedas. Le hicieron hueco en la mesa en que estaba yo. Durante casi una hora le preguntaron sobre la radiación de los agujeros negros. Yo no me atreví, porque sólo sabía de esos inquietantes objetos que su masa era tal que nada podía escapar de ellos, ni siquiera la luz. ¿Cómo diablos podían radiar?Seguir leyendo.
Via: Un té con Hawking
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