AL Gobierno de Sánchez, que tanto prometía y anunciaba, se le está parando el motor a los dos meses de su llegada. No tira, no funciona, no anda porque, además de audacia, para gobernar se necesita una mínima estabilidad parlamentaria. El presidente parece disfrutar del poder, cuyos resortes explota con tanta soltura como arrogancia, pero más allá de su personal ventura, la crudeza de la política ha comenzado a disipar las burbujas del «efecto champaña». Su debilidad es patente y ni la va a poder compensar a base de gestos y propaganda ni los decretos-leyes son una panacea sostenible desde una minoría tan acusada. Los socios radicales que le sirvieron para desalojar a Rajoy mediante una coalición improvisada carecen de fiabilidad para darle cohesión a una alianza. No es lo mismo armar un frente de rechazo que pactar un programa. Y esto último tampoco resulta viable con aliados de esa laya sin traicionar los principios del Estado igualitario proclamados por la socialdemocracia. La contradicción que bloquea a Sánchez se deriva de que todos los partidos que apoyaron su moción de censura son, salvo el suyo, adversarios de la Constitución como modelo de convivencia. El más moderado es el PNV, lo que da para hacerse una idea. Podemos aspira a una refundación del sistema desde la extrema izquierda y el resto son los herederos de ETA y una docena y media de nacionalistas catalanes instalados en el delirio de la independencia. Con esa gente no se puede ir muy lejos sin abandonar la tradición que el PSOE representa. Visto lo visto, quizá ni siquiera es posible pactar un presupuesto que cumpla las prescripciones de la Unión Europea. Los socialistas acabarían entendiéndose con Podemos tarde o temprano, como han hecho en autonomías y municipios. Pero no tienen modo de apaciguar a unos separatistas incapaces de salir de la estrategia del golpismo. Puigdemont los tiene abducidos, secuestrados con su liderazgo de mando a distancia, y ha dado al traste con cualquier fantasía de armisticio. Cuando ganó las primarias, Sánchez se sintió libre para saltarse los límites que hace dos años le impuso su partido, pero la realidad ha acabado por demostrar que aquellas prohibiciones no constituían un capricho. La denostada vieja guardia tenía razón: cualquier acercamiento a los secesionistas conduce a una especie de suicidio político. En estas circunstancias, o el presidente se somete después del verano a una cuestión de confianza o se verá abocado a convocar elecciones anticipadas. Pero que nadie se haga ilusiones porque las puede ganar y por ende sin la suficiente ventaja, lo que situaría de nuevo al nacionalismo en la indeseable posición de bisagra. Es el problema endémico de un sistema electoral que, con bipartidismo o sin él, otorga la capacidad de decidir sobre la gobernación de España a unos partidos cuya prioridad esencial consiste en liquidarla.
Via: Burbujas disipadas

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