A sir Mick le acaban de caer los 75. Afortunadamente lo han pillado meneando el trasero por estadios atestados, como Twickenham, que todavía lo aclaman. Personaje bipolar, en las tablas es Mick, el cantante congelado en el tiempo, un entretenedor extrovertido y descarado, capaz de embutir su cuerpo cerbatana, fibroso y añejo, en ropas de pavo real tan exuberantes que en cualquier otro anciano darían vergüenza ajena. En la vida real -o en la irreal, pues el show es su auténtica existencia- se transforma en sir Michael Philip Jagger, un inglés de libro, como ya anuncia su careto de guiri, ese rostro cuarteado de viejo marinero indiferente. Sir Mick vive en Chelsea frente al parque de Battersea, no lejos de su batería Charlie, y gasta un termostato emocional difícil de calentar. Lejos quedan los colocones y el logo luciferino. Hoy, reserva y buena educación, la propia de un ex alumno de la London School of Economics (de donde lo apartaron el blues, la armónica y un gañancete con orejas de soplillo que conoció en el tren suburbial, un tal Keith). Cuando su novia alta y gótica, la diseñadora L’Wren Scott, se ahorcó en Manhattan, el golpe alcanzó a Jagger en Perth, Australia, de gira con sus Stones. Acababa de cenar en un restaurante y estaba departiendo de críquet y fútbol con el camarero, que resultó ser inglés. Un auxiliar se le acercó y en voz queda le comunicó la desgracia. Jagger empalideció, pero todavía se esforzó por completar su charleta social con el camarero. La cortesía inglesa. Jagger ha sido un mujeriego en serie y un certero polinizador (raro es el noviazgo sin bebé). Su padre era profesor de gimnasia, el primero que apareció en televisión enseñando a los ingleses a hacer flexiones. El niño Mick lo acompañó en alguna de aquellas peliculillas. Los Jagger y los Richards vivían en la Suburbia hoy infinita del sur del Gran Londres. Keith ha contado que los parques de juegos de su niñez eran los solares astillados por las bombas del Blitz. En un país donde la ubicación social ronda lo patológico, los Richards eran clase media-baja, mientras que los Jagger eran clase media con aspiraciones. El matrimonio (a ratos divorcio) Mick-Keith ha sido la bendición y la maldición de Jagger, rehén de por vida de los Rolling Stones. El cantante ha puesto el método, el sentido del negocio y la laboriosidad que los ha agigantado. Pero nunca ha ocupado el corazón del aficionado como Richards, quien lo dejó tirado con la banda a cuestas en su década perdida de zombi-yonqui y que hoy parece un guitarrista cubista, que perpetra las clásicas con acordes tan minimalistas que cuesta seguirle el hilo. Nada de ese desaliño se verá en sir Mick, que continúa ofreciendo las más altas prestaciones (preso del deporte, comiendo como un pajarito y catando su bodega exquisita solo a cuentagotas). Me gusta Jagger, que nunca quiso ser un palizas sermoneador, solo un extraordinario entretenedor, nieto del music hall y líder en los sesenta de un futuro posible. Hoy, con la edad de Felipe González, aún sigue pidiendo «Satisfaction» en las tablas, porque sabe que en ningún lugar va a ser mejor.
Via: Sir Mick

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