UN GUARDA vestido de verde que pregunta adónde vas. Un arco electrónico de seguridad en medio del portal. Un turista japonés provisto de un armatoste descomunal que te hace fotos sin preguntar. 10 o 12 personas haciendo cola para entrar en la tienda de recuerdos —que es a lo que infinidad de usuarios de los llamados “equipamientos culturales” van a estos sitios: a la tienda, hasta tal punto que uno diría que el recorrido del museo en cuestión, o del palacio, o de lo que toque, es un mero prolegómeno más o menos fastidioso antes de la hora de la verdad, el momento de acceder al maná de las chucherías del merchandising—. Y un embotellamiento humano de órdago que impide deambular libremente por el patio. Hasta ahí, todo normal. Al fin y al cabo, estamos en La Pedrera. Donde vivir es del todo anormal.Seguir leyendo.
Via: La última vecina de La Pedrera
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